En la teología cristiana, se llama milagro a un suceso sensible, trascendente y científicamente inexplicable que se produce por intervención divina y que forma parte asimismo de una revelación.
Durante
siglos, los milagros han maravillado a la humanidad. En las tradiciones judeo-cristianas y en el islam, son las que más han reportado semejantes portentos.
En
el judaísmo, las diez plagas de Moisés son tal vez el mejor ejemplo del
portento de Dios obrando a través del profeta, que se narran en el libro del Éxodo.
En
el Islam los milagros de Jesús se produjeron con el permiso de Alá. Inclusive,
la concepción de María siendo virgen es plenamente aceptada en el Sagrado
Corán, aunque se considera a Jesús como enviado y profeta de Alá y, al mismo
tiempo, precursor de Mahoma. Jesús es citado en el sagrado texto veinticinco
veces, más que el mismo Mahoma.
Y ni hablar de
los milagros de Jesús; desde devolver la vista a los ciegos, la movilidad al
paralítico y la vida a Lázaro, sin mencionar su propia resurrección.
Pero
fue el mismo Jesús quien nos mostró los milagros que a diario nos suceden sin
que le demos el debido mérito. En Mateo 6:26-33 lo hace notar:
27: ¿Y
quién de vosotros podrá, por mucho que se afane, añadir a su estatura un codo?
28: Y
por el vestido, ¿por qué os afanáis? Considerad los lirios del campo, cómo
crecen: no trabajan ni hilan.
29 Pero
os digo, que ni aun Salomón con toda su gloria se vistió así como uno de ellos.
Pero,
¿no se nos ha revelado ante nuestros ojos el mayor milagro de la creación?
En nuestro diario devenir; en la cotidianidad de nuestras vidas, estamos constantemente buscando milagros; eventos extraordinarios que nos concedan una mejor vida: ganar la lotería, hacer un negocio jugoso u obtener un mejor puesto de trabajo.
Pero
nadie, nunca, ha ganado la lotería sin comprar un billete. Tampoco nadie ha
progresado en los negocios o en su empleo sin trabajar, en el entendido de que
esto se hace dentro del marco de las leyes.
¿Quieres un milagro? Entonces, sé tú mismo el milagro.