En 1970 yo tenía
diez años. Apenas unos cuantos meses atrás fui testigo, como muchos de los tres
mil setecientos millones de personas que habitábamos este plantea, del despegue
del Apolo 11 y de la
histórica caminata de Amstrong y Aldrin, mientras Collins se convertía en el
hombre más solitario al orbitar el lado oculto de la Luna. La guerra de Vietnam
estaba en su apogeo. Se estaba gestando el Watergate que
acabaría con el mandato de Richard Nixon y que le abriría la puerta, años
después, a Robert Redford y Dustin Hoffman para su memorable película con este
tema: “Todos
los hombres del presidente”.
En ese año se transmitió, por primera vez, un mundial de
fútbol por televisión a colores: México 70. Para tal acontecimiento, recuerdo
que mi padre llevó un televisor a colores hecho en Alemania marca “Telefunken”;
una maravilla de los tiempos modernos.
No existían la calculadora de bolsillo, la PC, Lap-Top, ni
cualquier cosa que terminara en “pod” o “pad”. Tampoco había Internet ni
telefonía celular. Los automóviles no poseían sistemas de frenos ABS, fuel
injection, computadoras de viaje, y mucho menos GPS; los satélites que
controlan este sistema de posicionamiento global apenas estaban en la mesa de
proyectos.
Salíamos a la calle
a jugar fútbol, bote pateado, canicas, al trompo y a juntarnos para platicar
historias de horror no corroboradas ni atestiguadas por quienes las contaban.
Recuerdo que en casa de mi abuela materna, el mayor de los
hermanos de mi madre llevó el más moderno aparato de grabación de voz, que
consistía básicamente en una cinta magnética enrollada en un par de carretes,
un micrófono de cable y un par de bocinas.
Durante horas, junto con otros de
mis tíos, experimentábamos y nos divertíamos haciendo sonidos de toda índole;
hablábamos a través de aquel micrófono, imitando a los más famosos
comentaristas y periodistas de la radio y la televisión de aquellos tiempos.
Pero lo más interesante era escuchar nuestra propia voz. La mía me parecía
extraña; irreconocible. Una experiencia que sólo experimentaría muchos años
después al escribir mi primera novela. Alguien me dijo, después de leerla, que
no me reconocía; que parecía ser la mente de otra persona. Yo mismo he
experimentado esa sensación en las largas sesiones de revisión y corrección de
mis novelas.
En función de esto,
me pregunto ¿quién soy? ¿Quién es este escritor Carl Cupper?
Si me despojara en
este momento de ese nombre, ¿quién sería yo? ¿Carl Cupper...? Ni siquiera es mi
nombre real; es un seudónimo que utilizo para promover mis obras.
Y si me
despojara del nombre con el que me bautizaron mis padres, ¿quién sería o qué
sería yo? Un hombre...
Recuerdo que hace
unos años vi un programa de televisión en el cual se exponía un caso muy extraño.
Una mujer, alta, con un gran y bien formado busto, grandes caderas y piernas
torneadas que, a pesar de llevar un par de años casada, no podía quedar
embarazada. Entonces acudió con los especialistas. Después de varios exámenes,
en el renglón señalado como “género”, el analista tan sólo anotó un par de
letras: “xy”. ¿xy? ¡Imposible! Debe haber un error. Volvamos al laboratorio.
Nuevamente “xy”. No había duda, ella era, genéticamente, un hombre. Esta
afección genética se le llama Síndrome de Turner.
Una de las personas más famosas que tienen esta afección (pero no la padecen),
es la actriz Linda Hunt,
ganadora del Oscar como mejor actriz de reparto en la película “El año que vivimos
en peligro”, de 1982.
¿Cómo
definimos a un hombre o a una mujer? ¿Por su fisiología? ¿Por sus genes?
Entramos entonces
en un dilema.
Antes era fácil definir a un hombre, hablando del sexo; una persona humana con rasgos muy
distintivos: más alto que el promedio de las mujeres, pelo en la cara, voz
gruesa y un pene. Pero a la luz de estos casos, ya no cabía esta definición.
Entonces, si me despojo de mi género, ¿quién soy o qué soy? Una persona humana;
un ser humano. ¿Qué es un ser humano? Corro al diccionario y dice: “Del Latín humanus,
de homo, hombre. Que pertenece al hombre o le concierne: cuerpo humano. El
género humano; el conjunto de los hombres. Compasivo, generoso: corazón humano.
Sinónimo de bueno, bondadoso, caritativo, indulgente... etc.”
Francamente, una pobre
definición. No me dice nada, ni se ajusta necesariamente a la realidad.
Compasivo, bondadoso... ¿Entonces Hitler, Stalin, o Al Capone no eran humanos?
Entonces me olvido
de las definiciones del ser humano. Si me despojo de mi humanidad, sea lo que eso
signifique, ¿quién soy o qué soy? Un ser vivo. ¿Qué significa eso? ¿Qué es la
vida?
Caso curioso el de los virus.
Los científicos han
encontrado que un virus no se ajusta totalmente a lo que se considera como un
ser vivo o viviente. Convencionalmente, un ser vivo nace, crece, se multiplica
y muere. En este proceso existe una particularidad de los seres vivos, que es
el metabolismo.
Resulta que los
virus no nacen, no crecen ni se multiplican por sí mismos y tampoco tienen un
metabolismo propio. Sólo se evidencian estas funciones cuando el virus ataca a
una célula y deposita su paquete de ADN en ella. Entonces, un virus, por sí
mismo ¿está vivo o no? Entonces, ¿qué es la vida? En función de esto ¿cómo sé
que soy un ser vivo? Me refugio en una de mis frases favoritas: “Pienso luego
existo” de Rene
Decartes. Pero no me quedo conforme con ello. No me dice en realidad nada
acerca de lo que es la vida o un ser vivo; sólo de mi existencia en una parte
del Universo. El escritorio donde me apoyo para escribir estas notas no piensa
y sin embargo existe pero no está vivo. O cuando menos esa es mi impresión.
Entonces me olvido de lo que es la vida y sus vagas y limitadas definiciones.
Pero la pregunta persiste: ¿Quién soy o qué soy?
En mi novela de
fantasía “El secreto del dragón – La revelación de los Sacros papiros”
planteo la posibilidad de averiguar nuestros orígenes más profundos como individuos.
Pero la pregunta
persiste: ¿sabes quién eres o qué eres?
Tal vez la pregunta,
en realidad, no tiene ninguna trascendencia. Creo que con que sintamos cada
segundo de nuestra vida; cada momento y lo disfrutemos, con risas o llantos,
sabremos entonces que somos un ente con esa capacidad, además de pensar y de discernir
dentro de una esfera a la que llamamos Universo.
No requerimos
encontrar el sentido de la vida, sino de darle sentido a la nuestra.